Autor: Abdalhaqq Bewley
Si nos fijamos en los fenómenos de la existencia que se dan en el mundo exterior o en el funcionamiento de nuestro propio cuerpo, descubriremos que hay una serie de leyes claramente identificables que mantienen todo lo que existe en equilibrio y armonía. La inmensidad de las galaxias y la sobrecogedora belleza de las estrellas en sus constelaciones con sus estructuras y movimientos. EL sistema solar y la maravillosa manera en la que los planetas siguen sus órbitas obedeciendo a un complejo sistema de fuerzas determinadas. La atmósfera terrestre y la forma en la que provee las condiciones que exige la vida en la tierra. Los climas y la forma en la que sostiene la vida animal y vegetal en zonas diferentes. Los bosques y los desiertos, cada uno con un sistema ecológico sutilmente equilibrado capaz de mantener todo lo necesario para su existencia continuada. Los diferentes organismos, cada uno con su propia e inexplicable belleza y su ciclo perfectamente equilibrado de crecimiento y decadencia. Nuestros propios cuerpos y la perfección de su coordinación. Los sentidos, cada uno con su propio ámbito de percepción. El sistema digestivo y su capacidad de extraer lo beneficioso y rechazar lo superfluo. El cerebro y su facultad de almacenar información disponible en el momento adecuado. El proceso natural de curación y la forma en la que el cuerpo corrige el posible desequilibrio.
Los ejemplos son infinitos, y sin embargo, las indicaciones son evidentes. Si no fijamos en el universo en todo su conjunto, en un sistema determinado, en un organismo en particular o en la partícula subatómica más pequeña es de sobre manifiesto que existe en funcionamiento una ley universal que se encarga del orden y el equilibrio en toda situación.
El caso de los seres humano es el único que parece contradecir esta armonía. Los humanos corren de un lado para otro, tanto en la superficie como en las profundidades de la tierra, causando estragos, alterando el equilibrio natural, masacrando cantidades ingente de otras criaturas, esquilmando los recurso naturales, envenenando zonas enteras del planeta, atacándose unos a otros con una ira sin precedentes en la historias y así ad nauseam. Y está ocurriendo en nuestros días con una frecuencia, un ensañamiento y una velocidad cada vez mayores. El motivo es que, a la gran mayoría de la especia humana, solo parece interesarle la satisfacción egoísta de los apetitos de ese niño terco y obstinado que llevan en su interior creyendo erróneamente que no hay otro objetivo. La verdad es que están totalmente fuera de control.
Y, sin embargo, este ‘yo’ irrefrenable no es la única faceta del ser humano y todas las personas tiene otro instrumento con el que enfrentarse a la existencia: la preclara facultad del intelecto. El intelecto es el medio que permite debilitar el dominio de la tiranía autoimpuesta. En este contexto, el intelecto no significa la capacidad de recoger, almacenar y reproducir la información que comparten los ser humanos, sino más bien la capacidad de ver las situaciones tal y como son, la facultad de discriminar con claridad entre lo beneficioso y lo perjudicial. El intelecto es lo que nos permite percibir la ley universal, armónica y equilibrada que actúa en el universo y con la que parecemos estar, al menos en apariencia y en mayor parte de los casos, en un cierto desacuerdo. El intelecto es lo que nos permite ver que somos mucho más que esta forma del ‘yo’ y que tenemos que representar un papel que va más allá de la mera satisfacción de nuestros apetitos.