Por: Equipo Editorial
La gran pregunta que ocurre a lo largo de la historia de la humanidad, la que empuja al desarrollo de la ciencia, que haga que aventureros crucen los mares, y que ha hundido a muchos que intentaron responderla en una profunda perplejidad, es aquella que interroga el sentido de nuestra existencia en la tierra. En occidente, se ha elegido un camino analítico, separando el cuerpo, más asequible en su materialidad, del alma y el espíritu. La medicina se ha dotado de una especialidad psiquiátrica para poder tratar esa parte inalcanzable del ser humano, su psiquismo.
No obstante, sentimos que tal separación es artificial, ya que el hombre es uno; cuerpo, alma y espíritu. Estos son los tres aspectos de su única esencia, y el hombre está conectado según un orden determinado con la creación en su totalidad a través de ella.
En un Hadith Qudsi, Dios dice: “Era un tesoro escondido, me gustó ser conocido, y cree a las criaturas”. La creación en su integridad no tiene otra meta ni otro sentido que el conocimiento Divino. Por supuesto, no se trata aquí de un conocimiento teórico, sino más bien de (re)nacer con Dios, como lo supone la etimología de la palabra conocimiento. La religión no tiene otrameta que la de permitir al hombre que encuentre el camino que lo llevará a su Creador, a su origen, y por lo tanto al centro de sí mismo. Este nuevo nacimiento es volver a la preeminencia del espíritu.
El lugar del ser humano es central en el Proyecto Divino. Las tres dimensiones, corporal, psíquica y espiritual, que la componen, tienen un papel fundamental en la historia. En el Corán se menciona la creación de Adán:
Y cuando tu Señor dijo a los ángeles: Voy a poner en la tierra a un representante Mío [En árabe «jalifa», de donde viene califa. El hombre es el califa o el representante de Allah en la tierra]. Dijeron: ¿Vas a poner en ella a quien extienda la corrupción y derrame sangre mientras que nosotros Te glorificamos con la alabanza que Te es debida y declaramos Tu absoluta pureza? Dijo: Yo sé lo que vosotros no sabéis. Y enseñó a Adam todos los nombres (de los seres creados) y mostró éstos a los ángeles diciéndoles: ¡Decidme sus nombres si sois veraces! Dijeron: ¡Gloria a Ti! No tenemos más conocimiento que el que Tú nos has enseñado. Tú eres, en verdad, el Conocedor perfecto, el Sabio. Dijo: ¡Adam! Diles sus nombres. Y cuando lo hubo hecho, dijo: ¿No os dije que conocía lo desconocido de los cielos y de la tierra, así como lo que mostráis y lo que ocultáis? Y cuando dijimos a los ángeles: ¡Postraos ante Adam! Se postraron todos menos Iblis que se negó, se llenó de soberbia y fue de los rebeldes. (Sura de la Vaca, 2:30)
Así pues, los ángeles no vieron al principio más que la naturaleza de Adán, y su tendencia inherente a cometer el mal. Sin embargo, a pesar de sus aparentes imperfecciones, la naturaleza humana es el fruto del soplo divino. El ser humano tiene una predisposición innata para recibir conocimiento, ya que lleva dentro de sí mismo toda la creación. De ahí la enseñanza de los nombres. El nombre designa a la naturaleza esencial de una cosa o de un ser. El nombre está contenido en el Soplo Divino. El Espíritu de Dios hacer nacer el Verbo. Adán es capaz de nombrar a los ángeles, mientras que los ángeles desconocen el nombre de Adán.
El ser humano, dotado de la libertad, consciente de sí mismo, es capaz de tener una representación propia de la naturaleza de los seres, en cambio, los ángeles no tienen otra posibilidad que alabar a Dios. Es entonces cuando entendemos que es delante de la naturaleza espiritual e interior de Adán que Dios ruega a los ángeles postrarse.